Como siempre que paseo por Lavondyss, lugar de tierras míticas, me encuentro con fragmentos de historias fantásticas como esta, Las Lágrimas del Ciervo, y de la que os anticipo un poco y animo a leer por completo aquí, en Lavondyss
Los silenciosos cascos de Niñoroto, apenas se escuchaban a quince pasos. El viejo ciervo avanzaba silencioso, delante de nosotros. De vez en cuando giraba la cabeza buscándonos, expectante, paciente y sereno. Unos fijos ojos negros y relucientes te miraban en la corta distancia. Siempre con ese aire triste y melancólico. Unos ojos negros apenas visiblemente llorosos e inmensamente intensos, que taladraban con la mirada hasta los recónditos escondrijos del alma más protegida. Una melancolía revestida de orgullo, ante aquella cornamenta herida e incompleta.
- ¿Por qué siempre esta melancolía, por todas partes?
Me percaté de que los cimientos de la tierra que pisábamos, sus raíces más profundas, estaban hechas de melancolía. Esa tristeza era la esencia de cada retoño, de cada guijarro y de cada brizna de hierba. Una certeza que me vino tarde. ¿Tarde? ¿Tarde para qué?
No sé cuando caí en la cuenta de toda esta melancolía. Pudo ser al recoger un terrón de tierra o bien al mirar los fijos ojos negros de aquel ciervo imponente. Un ciervo con su propio destino, y del que empezaba a sospechar que él mismo era muy consciente de su papel como mito viviente, del sentido de su propio mito y de su ciclo. ¿Podía ser que esa consciencia de su cometido lo llenara de amargura? Sus ojos había momentos que devolvían angustia, ligeramente humedecidos de lágrimas. Y cuando esto sucedía, hasta la propia tierra parecía triste.
Los silenciosos cascos de Niñoroto, apenas se escuchaban a quince pasos. El viejo ciervo avanzaba silencioso, delante de nosotros. De vez en cuando giraba la cabeza buscándonos, expectante, paciente y sereno. Unos fijos ojos negros y relucientes te miraban en la corta distancia. Siempre con ese aire triste y melancólico. Unos ojos negros apenas visiblemente llorosos e inmensamente intensos, que taladraban con la mirada hasta los recónditos escondrijos del alma más protegida. Una melancolía revestida de orgullo, ante aquella cornamenta herida e incompleta.
- ¿Por qué siempre esta melancolía, por todas partes?
Me percaté de que los cimientos de la tierra que pisábamos, sus raíces más profundas, estaban hechas de melancolía. Esa tristeza era la esencia de cada retoño, de cada guijarro y de cada brizna de hierba. Una certeza que me vino tarde. ¿Tarde? ¿Tarde para qué?
No sé cuando caí en la cuenta de toda esta melancolía. Pudo ser al recoger un terrón de tierra o bien al mirar los fijos ojos negros de aquel ciervo imponente. Un ciervo con su propio destino, y del que empezaba a sospechar que él mismo era muy consciente de su papel como mito viviente, del sentido de su propio mito y de su ciclo. ¿Podía ser que esa consciencia de su cometido lo llenara de amargura? Sus ojos había momentos que devolvían angustia, ligeramente humedecidos de lágrimas. Y cuando esto sucedía, hasta la propia tierra parecía triste.
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