Después de atravesar casi todo el pasillo central del supermercado, llegué hasta las estanterías de las tabletas de chocolate. Me encanta el chocolate y allí había miles de pequeñas porciones que me decían cómeme, y yo me sentía Alicia, y aquello era el País de las Maravillas. Sonreí, y tardé unos minutos en decidirme, hasta que opté por coger uno de aquellos lingotes envueltos en papel violeta y plata. Entonces, junto a mi cuello, chasqueó una voz:
-¿Vas a quedarte todo el día ahí?-me dijo.
Y allí estaba. Mis mejillas se encendieron y fui la Reina del Súper por un instante, la chica de la canción de Ismael. El había escapado de las páginas de un libro de aventuras y lo tenía ante mí, el protagonista de una batalla épica. Levantó su mano, y el cazador de dragones cogió una de aquellas tabletas de chocolate, y al hacerlo rozó mi nariz con su brazo, haciéndome retroceder unos pasos. Y vi caer mi corona, rodando por un precipicio; la vi girar por las losetas blancas y frías del supermercado del Centro Comercial, hasta chocar y detenerse, con un suave tintineo, junto al carro de la que, a mis ojos, se había convertido en la bruja de los cuentos de hadas. Quise hacer un drama y exigirle disculpas, pero su magnífica espalda doblaba la esquina del pasillo de los cereales. Y desapareció.
Aquella noche me senté delante del ordenador un poco más temprano de lo habitual, y esperé a Ricardo. Entretanto, miraba mi correo y mordisqueaba una chocolatina, con algo de desdén. Ricardo no tardó en conectarse y después de saludarnos y de comentar lo frío y gris que había estado el día, de bromear sobre si Tolkien o Lewis era mejor o peor escritor, de frivolizar sobre los concursantes de aquél programa de televisión, después de un par de horas con él yo me sentía menos Cenicienta.
-Hoy he estado en el Centro Comercial- me dijo. Compré una de esas tabletas de chocolate envueltas en papel violeta y plata. Sé que te gusta el chocolate, así que pensé que podía tenerte un poco más cerca de mí si me la llevaba a casa esta noche. Es una tontería, lo sé. He pensado que quizás debiéramos conocernos…
Apagué la luz de mi habitación. Me di cuenta de que la madrugada había llegado y miré hacia la ventana. La luz de la luna envolvía los encajes de la cortina, y la mesa estaba iluminada como un escenario de teatro. Allí, junto al ordenador, resplandecía débilmente el envoltorio de una tableta de chocolate, violeta y plata, cubierta con una fina capa de polvo, como esos libros viejos que no han vuelto a ser leídos en mucho tiempo.
© Elena Pérez
Relato publicado en Yoescribo.com
(Imagen de allposter.com)
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