3 de marzo de 2007

Sin título


-Nunca había imaginado que los ángeles tuviesen este aspecto: te mueves sinuosamente y tu cuerpo es largo, generoso en movimientos. Al rozar mis dedos sobre tu piel siento frío pero tus palabras son cálidas- dijo mientras caía con extrema delicadeza sobre las losas de adobe, polvorientas y ásperas.

El ángel comenzó a ascender por su cuerpo, contorsionando sus vértebras en torno al muslo de la mujer.

-¿Sabes? Siempre quise ser un espíritu celestial. Pensé que lo había conseguido cuando emergieron-dijo.

La mujer alzó su mentón hacia el cielo y las alas se le desplegaron, blancas y suaves como las de los cisnes levantando el vuelo.

El ángel le susurró algo junto al oído y la mujer, desgarrada por el dolor que le generaban las dentelladas que aquellas palabras le provocaban en su interior, se desplomó entre la carne zigzagueante del querubín.

A la mañana siguiente, junto a una de las columnas que recorrían la nave principal del Templo de Dibad, las esclavas encontraron un cúmulo de escorias. Eran blancas como la nieve del País de los Extranjeros, suaves como las alas de las Hadas del Norte, gélidas como la mirada de los Demonios de Kug, y cálidas, ardientes como las palabras de un ángel…

Texto: Elena Pérez
Imagen: J. W. Waterhouse, Sweet Summer, 1912

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